viernes, 15 de enero de 2010

Fotografía y arte

La época que comprende la primera mitad del siglo XX fue la niña bonita de la fotografía, puesto que contaba con el estatuto de la veracidad, permitía inmortalizar pruebas, y además, también se la consideró un medio expresivo. Pero a partir de los años 60 llegó la televisión y llegó para quedarse, afectando a las funciones tradicionales de la fotografía que fueron perdiendo fuerza. La televisión mostraba los acontecimientos en movimiento, las personas, los animales, coches y resto de cosas parecían estar al lado de los espectadores. Todo se volvió más cercano, más real, y lo que es más importante, el nuevo electrodoméstico era más novedoso, espectacular y divertido. El boom de los espacios de escaparate y difusión de la fotografía se produjo durante la primera mitad de los años 70. La consecuencia de este estallido fue la institucionalización de la fotografía que sería el escopetazo de salida que daría inicio a la andadura de su reconocimiento en el mercado del arte. Empezó un viaje pero abandonó otro, aquel que la ensalzaba por mostrar la verdad y representar la realidad. Pero esta institucionalización no fue definitiva hasta los últimos años del siglo XX.
Los fotógrafos Henry Peach Robinson y Oscar Gustave Rejlander entendían que la semejanza de la fotografía con la pintura era lo que le otorgaba valor artístico a la misma. A finales de los años 1880 y tras los últimos disparos y matanzas de la primera guerra mundial se desarrollo el movimiento fotográfico llamado pictorialismo. Muchos fotógrafos quisieron con sus fotografías crear cuadros, tratando de reproducir las técnicas pictóricas. Hay quien se decantaba por empañar la lente del objetivo de su cámara de fotos echando el aliento sobre esta, otros algo menos sutiles untaban la lente con baselina. Con ello y también usando la técnica del desenfoque pretendían demostrar cómo de alto era el nivel artístico del acto fotográfico.
Cuando la fotografía entró a ser considerada como arte, la producción estética se vió azotada por la dinámica de producción en cadena o en masa, como si fuera una producto ordinario más, una mercancía, sujeta a la ley de la demanda y atada a los ritmos frenéticos de productos que pronto quedan obsoletos. Aún así se deberían considerar todas las piezas artísticas cómo únicas e irrepetibles, puesto que una vez estas se extraen del contexto de exposición, estudio y decoración, por poner un ejemplo, y se reproducen en masa, la obra se vulgariza, porque ya no es exclusiva. El movimiento Kitsch es un ejemplo. ¿Quién no ha visto esos bolsos, monederos y láminas que reproducen la lata de tomate de Andy Warhol?